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domingo, 15 de mayo de 2016

El verdadero ganador del fulbo




Si papá, que bien futbolero era,  hubiera presenciado mi peor acto de la niñez, me hubiera pegado una flor de patada en el culo delante de mis profesoras y compañeros. Sí, ya lo saben, me escapé  como todo un pelafustán por la enorme entrada de la escuelita del barrio La Estación en plena clase. Un lugar en donde los trenes, dos por tres, suelen pasar  frente a las tierrosas y viejitas calles que cruzan en la esquina de mi casa.
Pero no me detengo a contarles mi gran fascinación  por los vetustos trenes que llegan desde Buenos Aires, pues sino,  me autoavergonzaría  con  lo de mi mamá al contarles que siempre me asentía : "Mariano, ¿recordás cuando eras chiquito, armabas un par de arcos caseros con los ladrillos de albañilería que le robabas a tu papá  y estabas jugando a la pelota, mientras veías el tren pasar  y decías; ´mamá, papá, ahí viene el telelelén, el telelelén?´".  Aunque sí,  lamentablemente es necesario hacerlo, pues el partidito que se armó esa tarde, tuvo el gran apogeo justo enfrente, y mientras transcurría haciendo ruído, la pelota comenzaba a impactar sobre el paredón de ladrillos mohosos que el pelado Favere había construído para  limitar la cancha con las casas de barrio.

Eran tipo las cinco de la tarde más o menos cuando la profesora se distrajo y yo escribía sobre la ventana. Pasaron tres de mis compañero que la verdad, poco y nada interesaban por asistir a clases, me chiflaron y dijeron: " Euuuuuu... Marian, se arma picado,¿te prendés? Jugamos por una Coca y 10 pesos".
Acepté la petición, y por primera vez me escapé de la escuela. Me esfumé  del salón como un pequeño malandra, con una sonrisa picara, más bergante  y vaga era aquella sonrisa  que los pies de los borrachines  quienes  en el arrabal, bajo las plantas en pleno rayo de sol anaranjado, posaban esperando a que el partido comience. Estaban más duros y cansados que el sol que empezaba a retirarse en aquella tarde, que   parecía decirle a los árboles y nubes; "haber che, dejenmé un lugarcito que me voy a roncar un rato para luego   ver como juegan estos pibes".

Cuando salí corriendo y llegué a la canchita, tiré el blanco guardapolvo invadido en ansias,  dejé la mochila detrás del arco que daba hacia la calle de asfalto, y me paré en la cancha para jugar, con las zapatillas  sobre los secos pastos y la dura tierra. Apenas sobrevivían tres pastos verdes por allí.
Mientras  arrancaba el partido, veía que el tren pasar. Ahí estaban esperando los chicos, más  desesperados para jugar que los profesionales de River y Boca, Gimnasia y Estudiantes, o Independiente y Racing en un nuevo superclásico.
Yo fuí con la única finalidad de ganarle a aquellos tipejos que todos los días nos decían sobradamente: "¿cuándo jugarán, o arrugaron?"; "no tienen sangre" o "están cagados hasta las patas". Eso me estaba dejando las bolas más grandes que la misma pelota de cuero.
El partido arrancó, y la vieja y deshecha pelota, en la cual apenas sobrevivían dos cascos que parecían despegarse en cualquier momento, comenzó a rodar. Quisimos imitar al fútbol del Borussia Dortmund de  Jurgen Klöpp, moviendo de perspicaz manera la pelota, jugando asiduamente y a un toque  sobre el circulo central  imaginario, y contragolpeando como Marco Reus, Götze o Lewandoski se lo hicieron  en la Champions al Real Madrid.
Sin lugar a dudas la estrategia nos convenció, pues los otros pibes miraban y corrían como ovejas descarriadas detrás de la pelota, mientras lo único que podían alcanzar era la tierra que se disipaba por el aire y los dejaba secos desparramados medrando aún más su cansancio.

Sostuvimos el buen nivel hasta la mitad del partido, en donde anoté un golazo.
Los vagabundos miraban sentados todavía debajo del arco, bancándonos en cada posesión y gritando: "¡Qué equipazo por dios, como juegan al fúlbo!".
La primera parte terminó, y nos hechamos a descansar  exhaustos cuando la noche apenas nacía. Luego saltámos el paredón y cruzamos a lo del pelado a tomar agua de la canilla.
Volvímos y nuestra  magnificencia continuó con el show de la pelota sobre la vetusta canchita del barrio, una magia que nació con el motivo de ganarle al otro.
Estiramos el marcador,con   un nuevo  gol,de chilena esta vez(mío),  otro  de cabeza de Alan, y de Juan. Quedamos 4-0 y los pobres no sabían que hacer, ya estaban agotados,  y perdidos en la calle de la derrota.
"Qué fulbo por dios, estos tienen más fulbo que la delantera  Argentina del 86"- gritaban los viejitos halagándonos aquel sistema  juego.
-"Vamos que la Coca Cola y los diez pesos son nuestros muchachos"- gritó sonriente Juan mientras me daba la pelota.
Pero nunca imaginamos lo que nos ocurriría  a cinco minutos de que termine el final.
Los padres de nuestros chicos cayeron para destruír nuestro buen fútbol y  frenar la desgastada pelota sobre aquel potrero.
-Así que ustedes faltan a la escuela, ahora van a ver en las casas- gritaron  entre el tumultuoso grupo de padres mientras se llevaban a la rastras a los intengrantes de mi equipo.
Se llevaron a todos y quedamos tan solo yo y Alan. El partido se suspendió y nos ganó el otro equipo por abandono. Se reían de nosotros, faltó que nos cagaran a trompadas por sobornarles el pago postergado de la derrota y  nuestra magnificencia futbolera se iba al carajo.
Quedé llorando detrás del arco y uno de los viejitos vagabundos se sentó para hablarme, tocó mi hombro con sus olorosas manos y dijome con la botella de vino en mano:
-Euuu pibe, no te desanimes, jugaron con majestuosidad al fúlbo, no tuvieron suerte, eso fue todo.
-Pero perdimos, perdimos la Coca Cola, y los diez pesos, perdimos todo y ellos nos ganaron.
-Hijo, pero  en el fúlbo,a un título lo conquista cualquiera, la cuestión es conquistar el alma y corazón con una simple pelota. Ustedes no tiene el trofeo, y tal vez ellos sí, pero con humildad y sacrificio,   han representado bien al barrio, y han conseguido el verdadero título del fúlbo, nuestro respeto y amor incondicional por ustedes. Eso es el mejor trofeo que un jugador puede conseguir.
Esas palabras me rescataron del poso de la derrota, aunque nunca pudo evitar la terrible patada en el culo que mi viejo me pegó al llegar a casa, pues no pude bajar por dos semanas.


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