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lunes, 28 de marzo de 2016

Las invencibles hormigas anarquistas


Me encuentro parado  sobre uno de los arcaicos  paredones de ladrillos resquebrajados que embellecen el muelle,  apoyando  ,con la espalda erguida de tanto agotamiento, una de mis piernas sobre el paredón,como intentando  sostenerlo para que no caiga, aunque quien cae soy yo, arrastrando mi espalda sobre el muro, y sentándome en el polvoriento suelo. Y me pongo a hablar solo, "este inmenso muro de material es más duro que el alma del albañil que lo ha construido. ¡Si señores!, del trabajador  que ha llegado destrozado y casi hastiado  de tanto pegar ladrillos bajo el sol y  de  subir las escalera con baldes de 20 kilos". ¿Cómo hacen estos hombres para resistir a tanto sufrimiento? Qué tienen estos hombres que pese a subir muros bien altos, no bajan hasta terminarlos, terminar la última fila de ladrillos y pese a estar balanceándose con  una pata sobre el peldaño lleno de cal y otra en el aire, no caen hasta el poso de la rendición. Yo no sé como hacen, ni tampoco qué es lo que tienen.
La gente pasa mientras yo descanso,  mientras me seco el sudor de la frente con la manga de mi buzo de lana azul. Las familias transcurren  frente a mí, los nenes, los viejos y las viejas.  Van y vienen, arrastrando sus hendidas cajas de cartón, llenas de ropas y cobijas vetustas, mirando hacia el mar, con rostros absortos y arrugados por sus cuarenta y picos de años hacia adelante. Y la verdad es que  no me interesa hacia dónde marchan, porqué miran para el mar o porqué andan con sus cajas llenas de ropas como no sabiendo para que lado agarrar. A mi me interesan las hormigas  negras que van pasando por debajo de mis piernas,  que van caminando firme y honradamente en hilera, y  conforman una larga fila. Esas hormigas son tan pequeñas que desde arriba veo puntos  que se mueven sobre el  sucio piso del puerto  y que marchan hacia una misma dirección, con una humildad  y tenacidad  que se ve desde arriba, siempre van  juntas y a donde quieren.  Y van en fila, una detrás de otras, sin perder la solidaridad     y trabajo en grupo que tanto aprecian Bakunin o Kropotkin. Sí, los gorditos a los  que le quedan pocos pelos en sus cabezas, con sus barbas grisáceas  y anteojos que denotan sus grandes sabidurías.  Y  van en busca de trabajo, porque de donde vienen  ya no queda ni una  hoja de arbusto para comer, ¡las pocas que quedaban se las "manyaron" las hormigas sin verguenzas!, parece decirme una cuando mira hacia arriba en mi ubicación con sus cabizbajas antenitas mientras lleva una pequeña hoja seca.¿Se referirá a esas superiores y capitalistas que le han dado a estas obreras, trabajo y pésimas condiciones laborales?, porque  lo único que quedó en aquellas tierras  es un hambre arrasadora.
Ahora estas se van, se van para trabajar en otras tierras. Y primero pasan por el puerto, por los barcos congestionados, y llegan a destino, y se alojan en el nuevo hormiguero. Grande, grande pero bastante pisoteado el hormiguero. Arruinado por las otras hormigas, y tanto que parece estar casi derrumbado. Pero se miran formando colmados grupos, y se ven obligadas a  dispersarse por los  otros hormigueros, saliendo de sus filas y llevando a sus pequeñas hormiguitas, en grupos de a cinco, a vivir todas juntas. Pero justo vienen los hombres, autoritarios esos hombres de bigotes negros. Poseen unos ojos oscuros y unas miradas despóticas.
-¡Sonrían hombres!, les dice una.
No sabía que hablaba.
Y el extraño hombre de traje negro militar   y  sombrero,   que posee una bandera cruzada en su pecho, con un arma le sacude a la hormiga y luego la pisa con sus largas botas, dejando el indefenso cadáver  desparramado en el suelo.
Las otras se alborotan, y comienzan a correr, y el hombre apretando los dientes, comienza a revolear patadas al aire con el afán de pegarle a alguna, y a  sacudirles balazos con su arma. Algunas se salvan, otras mueren en el intento de correr. Pero muchas más salen de bajo de la tierra, y se congregan debajo de los malditos señores de trajes. Son valientes, y no se rinden, prefieren morir antes que retroceder  en la cara de esos cobardes asesinos despóticos que invadidos de terror por perder el poder  intentan aplacar la gran revolución de las pequeñas hormigas con simples balazos y  castigos.

jueves, 24 de marzo de 2016

La grandeza del hombre misántropo


En el interior de una anárquica oficina que más que oficina parece un cuchitril debido al revoltijo de papeles  importantes sobre el suelo, hay un extraño hombre. Ese hombre de  rostro solemne y cumplidor yace sentado en una de las viejas sillas, con ambos codos descanzando  sobre  el sucio y polvoriento escritorio de una oficina en la que apenas recibe la moribunda  y opaca luz amarilla de una vieja lámpara con su pequeña  bombilla.
Aquel hombre como de 20 años aproximadamente, que acaba de cambiar de lapicera para escribir, por que la otra  ya lo hace entrecortado debido a que solo la borra azul se arraiga sobre el fino tubo transparente,  se encuentra totalmente aislado de la sociedad. Se encuentra leyendo, leyendo y escribiendo. Al pasar a cualquier horario siempre está allí, sobre la reluciente ventana, a las 12 del mediodía, a las 20 de la noche, o a la hora que se le pueda cantar al lector que lee este artículo. Mientras él escribe sobre el percudido y amarillento papel que en tiempos de antaños fue blanco, los pelafustanes e hijos de ricachones  transcurren por las viejas calles a altas horas de la noche  arrastrándose semidesnudos y embebidos hasta los pelos con el único anhelo de divertirse en los boliches, deprendidos y sueltos de cualquier responsabilidad o preocupación.
El hombre muestra en su catadura, un  insensato gusto por ser, el día de mañana, alguien que llegue a lo alto  en la sociedad,  y que pueda otorgarle  a los niños y jóvenes el día de mañana, mediante sus obras escritas, terminadas y sin terminar sobre las 4 de la mañana con un sueño inconmensurable, un poco de lo que él siente sobre este mundo, para que puedan concientizar y afrontar la vida, como al mismo tiempo hace lo que realmente le gustó hacer, de profesión y  sin importar nada a cambio. Casi nunca  sale de allí.
Su recíproco amor con el silencioso habitáculo del tercer piso de la calle Belgrano  produce  la única voz  a la cual cree razonable, y con la que  puede compartir un dialogo, sin embargo esa voz es la de la  soledad encerrada en una vieja oficina, su eco. Solo sus opiniones son compatibles con su pensamiento.
Cuando sus amigos, le dicen en la cara al salir de la facultad, ¿Querés  ir al boliche este viernes? el muchacho hace un ademán como ignorando la petición, y se decide por marcharse con la  cabeza en alto hacia su oficina.
El susodicho enciende la vieja tele de 21 pulgadas que sobre una silla en el rincón yace, y solo ve a la gente, a los periodistas, hablando de política, creyendo que con sus palabras poseen la solución a todo, pero la verdad es que solo hablan, hablan y gritan, como los tontos, pero nunca solucionan nada, y la pobreza medra, y el narcotráfico sigue igual, y las mujeres terminan desangrando en sus casas por algún femicida.
Cuando una vez cada  dos años  sale a un boliche,  aunque no es para nada de su agrado debido a que detesta el olor a alcohol, y estar cerca de los borrachos agresivos, solo lo hace porque tiene miedo a que se le valla la vida sin conocer y hablarle  a una chica, queda encerrado como león enjaulado  en medio de una charla proyectada por adolecentes de entre 16 y 19 años de edad. Esa charla es conciderada un insulto hacia su intelecto, y quiere salir cuanto antes de ello, porque allí no hablan ni de  la vida de Roberto Arlt, ni tampoco de los cuentos de King, y mucho menos de lo que acontece en la sociedad, o del hambre que pasan los niños que viven bajo las calles descalzos sin un pedazo de pan. Prefiere que nadie y ningún conocido lo vea allí, prefiere que la luz de la discoteca nunca emerga, así su rostro no sale al descubierto, no quiere que aquel señor serio sea ensuciado por una simple noche.

Este señorito, que recibe mensajes por doquier de sus amigos, decide no contestar a ninguno, y cuando en la facultad,  las hermosas jovencitas que embellecen los patios de la institución   le entregan tarjetas para adquirir  el acceso gratis a las bailantas de los jueves , él decide esquivarlas y subir las escaleras para ingresar al aula, y así poder escuchar los sabios consejos de los pocos profesores a los cuales tiene como mentor respetando sus  concepciones sobre  la sociedad.  Y cuando se sienta sobre el pupitre del aula ante la multitud de jóvenes, debe aguantar a los bocones  que hablan de política y de pobreza como si ellos la vivieran todos los santos días.
Y  se va a su casa, y llega,  y  se sienta en la vieja silla, apoyando  los codos sobre la costrosa  oficina de madera que rechina cada vez que se abalanza para alcanzar las hojas de la noche anterior que quedaron sin completar los últimos tres renglones sobre el otro costado   para  así continuar con sus escritos. Este señor, que el único trecho que en  su vida  conoce es el de ir hasta la facultad, el de volver y llegar a la pieza, para luego ir hasta  la biblioteca   y  buscar algún libro de Stephen King, Roberto Arlt o Edgar Allan Poe,  que le permita mantenerse distraído durante el día,  como al mismo tiempo alimentar su cerebro con algo productivo, suele recorrer las calles de  los arrabales, y encontrarse con situaciones inadmisibles, como drogadictos que insultan a la gente que pasa por al lado de ellos, como pendejas cascarrientas que fumando gritan y arman contiendas a coscorrones   con sus novios.
Pero, ¿Qué le pasa a ese hombre? ¿Porqué cierra la vetusta puerta de su oficina con vehemencia y se encierra   en la oscura oficina para leer, leer y escribir, y poseer una única concepción social, la de él, sin escuchar a nadie más?.
 Ese hombre, detesta estar al lado de la sociedad y  ver como los rincones históricos de la ciudad  se pudren lentamente mediante esos malditos inadaptados sociales, ya no quiere escuchar  a nadie, y  ve como solución quedar solo, porque todos están mal,  totalmente mal de la cabeza, los políticos, la gente, la sociedad. Todos mienten y prometen cosas que nunca van a cumplir.Ya no hay un Arlt con quien poder sentarse en un café  de la Avenida Corrientes y hablar de política, y de lo que ocurre en nuestro pueblo, ya no hay un Victor Hugo Morales, ya no hay nada. Solo quedan estos mocosos que le hacen daño a la sociedad, que medran aún más los déficit de narcotráfico y violencia en nuestro país, que no quieren leer un libro ni tampoco sentarse a escribir, y que lo hacen a raíz de las mentiras de los políticos, presidentes y gobernadores, y lo que a ustedes   les pase por la cabeza, porque lo único que hacen, es mentir, mentir y mentir sobre el exterminio de la pobreza, y lo único que exterminan son nuestros bolsillos, los bolsillos de los trabajadores. Y continúan hablando, y uno el hombre misántropo se pregunta;  ¿Qué le sucede a esta gente  que hace estas cosas?, si de amar a nuestros hermanos humanos se tratase, si de querer ayudar a los pobres niños de los barrios o ciudades que descalzos vagan por las calles con tajante hambre, tanta hambre que caminan  hasta desvanecerse , o de destruir el narcotráfico  y convertir cada cigarrillo en una institución educativa se desearía, esta gente estaría empeñando las joyas de su casa, aquellas joyas de oro que brillan como el sol y que cuelgan sobre el cuello de la mujer del presidente, o  el presidente vendería su traje de diez mil euros, o los tenedores de oro con los que comen todas las noches, porque para salvar a una sociedad no se necesitan palabras, se necesita un buen corazón.

miércoles, 23 de marzo de 2016

La vieja de la calle Reconquista


  “Si hay cosas que tienen que hacer contra los opositores , deben hacerlo rápidamente.”
-Henry Kissinger

Aquel 24 de marzo era un día sombrío cuando me levanté para ir a la facultad. En primer lugar porque había dormido muy poco la noche anterior, cosa que me rompía bastante las bolas ya que  justo al otro día rendía la peor y más horripilante materia que un alumno tendría. Para ser exactos, no tenía nada que ver con lo que yo estudiaba, y  tras de eso el viejo, el profesor, hablaba tanto que impedía a los alumnos emitir una breve opinión sobre el tema dictado.Pero bueno, la cosa era que me  rompía las pelotas.
Al salir afuera para emprender mi camino y  pisar la agrietada y sucia vereda  de la calle  Reconquista,  que repleta de colillas de cigarrillos se encontraba(algunos sin terminar), noté algo sumamente extraño sobre  el cielo, desde mis veinte años de vida en los que madrugué, nunca había  contemplado  una bóveda  tan grisácea, tanto lo era que oscurecía   el camino  y     las relucientes Ferraris de últimas generaciones   que pasaban por la  transitada Avenida Corrientes, se parecían bastante  a los viejos y oxidados  Fiats Duna del año de la escarapela que por los tierrosos barrios de mi pequeño pueblo natal cargaban a los sucios pelafustanes y a las gordas chusmetas del arrabal.

En eso, una extraña vieja sesentona pasó  mirándome por delante mío. Vestía de un harapiento saco de lana amarillo, harapiento pero de altísimo valor  puesto a que portaba la imagen de esos    cardos o cactus que aparecen en la televisión y fotos,  en fin, una cosa por el estilo. Tenía   unas alpargatas negras  que gastadas ya estaban de caminar largas y largas cuadras por la nueve de julio, y  portaba también una gorda cartera de cuero marrón arrugado  con enchapados de oro, que sabe quién cuántos billetes de cien llevaría ahí dentro.
Para ser realistas la cara de la vieja se me hacía bastante familiar, y claro, como para no serlo si todos los días la cruzaba por el mismo trecho, cuando volvía del trabajo, cuando iba a la facultad, cuando retornaba de dicho lugar. Siempre la veía y me tenía las bolas hasta  por el piso con la misma frase.
-Este nuevo hombre nos va a sacar de las ruinas, la pobreza va a disminuir hasta desaparecer, y la comida, ¡la comida abundará como las moscas en el verano!-asentía siempre la vieja mientras sus aros de oro brillaban por aquel oscuro trecho.
Y siempre lo mismo con la misma frase, y solo a mí. Cien mil personas pasaban por ambos lados de la vereda, sin embargo, cuando se aproximaba a una cuadra,cuando observaba su figura a tan solo una cuadra,  la extraña señora se cruzaba de vereda  con una risa de oreja a oreja, justo para interceptarme y así repetirme una y otra vez lo mismo. Tras de eso yo no sabía ni a qué hombre se refería. Estaría loca o algo así.
Continué mi camino porque vi que el reloj de mi muñeca marcaba las 7:30,  y marché con la mochila cargada de libros y hojas sobre mi espalda, balanceándome hacia atrás a raíz de  semejante peso. Atravesé  la solitaria calle Sarmiento.  Raro era observarla tan vacía puesto a que siempre no cabía ni un alfiler sobre su vereda,  aunque lo cierto es que  llegué a Plaza de Mayo.
Cansado me senté sobre una de las viejas fuentes de agua que en sus costados las palomas comían con desespero, como si alguien las corriera. Y lo cierto   es  que cuando llegué ,  observé una inconmensurable congregación de personas. Estaba lleno, las calles convulsionadas,   los alrededores explotaban debido a la cantidad de personas que yacían sobre el caliente cemento asfáltico. Otros debajo de las galerías de la Catedral, o del blanco Cabildo, rodeando también la Casa Rosada.
Pero lo que más me impactó, fue que al observar el viejo e histórico mástil principal de mi país que en el punto central de la Plaza de Mayo yacía, contemplé sobre la límpida bandera celeste y blanca que flameaba y    que brillaba con su enorme sol en aquel oscuro día, unas estrellas blancas  que  la entrelazaban  con sus colores rojos y blancos de una manera hedionda y repulsiva. Una bandera que al observar con cautela a mis alrededores, se ubicaba por todos los sectores patrios  de la plaza más importante de mi pueblo. Sobre las paredes, el cabildo, e incluso la altura en la que se había izado aquella bandera, era sumamente superior a la mía.
Eso me dio repulsión,  ver aquella bandera flameando  al lado de la mía, enjaezando los patios históricos de mi tierra, patios que en tiempos remotos como en el 55 habían recibido el castigo de las metrallas de unas desgraciadas aviones impulsadas por unos hijos de putas con mentalidad del país norteamericano, esa bandera que destruyó nuestras vidas, y que desparramó por los alrededores las argamasas de la Casa Rosada,      poseía una líneas rojas, rojo como  la espesa sangre  de mis hermanos, de  los obreros y personas inocentes que se habían convertido en cadáveres  pútridos apilados por las calles de la ciudad, que  escurrían su sangre lentamente por los cordones de los andenes hasta filtrarse por los ojos de aguas, lléndose  al vacío como los sueños y derechos de aquellas pobres personas  de diversas edades,que querían recuperar lo que les habían arrebatado, la libertad de expresión, la voz, el trabajo,y lo que es peor, la vida.
 Algunas  personas desmembradas, destrozadas, arrastrándose en agonía, otros carbonizados por completo, vagando como animas en penas en búsqueda de sus brazos, como en el 1982.
Aquella bandera de porquería que   también abrazó   actos con  suma algarabía, los actos sanguinarios y terroristas  como los de   las Fuerzas Armadas del 1976, que dejaron sin trabajos a mis viejos, que descalzo me dejaron con tan solo cinco años, y que lo único que me dieron fue hambre y frío.
Fue justo allí,  que al mirar hacia la casa rosada, cuando un extraño señor   cogía el dorado bastón presidencial y sobre su pecho colocaba en diagonal la bandera con el sol y los colores de mi nación. Aquel hombre de mirada seria,  que vestía de un lujoso traje negro, comenzaba a hablar ante la multitud; decía que tras su mandato habría "pobreza cero".    Pero de lo  que no se percataba, era que su traje de alto valor económico  podría alimentar a aquellos niños que descalzos y con el estomago vacío, vagan por las tierrosas calles de los viejos arrabales buscando un poco de comida y algunos libros, porque en sus casas, el inconmensurable sacrificio que sus padres sufren por el trabajo,no alcanza para todos. Ese traje también  pudiese servir  para crear un centro de rehabilitación que ayudase a las personas subsumidas por el terror de la droga y el alcohol, o para personas enfermas con letales enfermedades.  Si de un ser humano con gran corazón se tratase, estaría vendiendo sus cosas para alimentar a los pequeños destrozados de hambre y sin educación.Pero la hipocresía de aquel hombre, era inconmensurable.

Esas fueron las palabras con las que arremetí sobre el dialogo de la maldita vieja chota que cruzaba todos los días por calle Reconquista. Y hasta el día de hoy, nunca más me rompió las bolas, tanto que en vez de cruzar hacia mi vereda,  todos los días dobla en la otra cuadra, y desde lo lejos agacha la mirada.