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miércoles, 23 de marzo de 2016
La vieja de la calle Reconquista
“Si hay cosas que tienen que hacer contra los opositores , deben hacerlo rápidamente.”
-Henry Kissinger
Aquel 24 de marzo era un día sombrío cuando me levanté para ir a la facultad. En primer lugar porque había dormido muy poco la noche anterior, cosa que me rompía bastante las bolas ya que justo al otro día rendía la peor y más horripilante materia que un alumno tendría. Para ser exactos, no tenía nada que ver con lo que yo estudiaba, y tras de eso el viejo, el profesor, hablaba tanto que impedía a los alumnos emitir una breve opinión sobre el tema dictado.Pero bueno, la cosa era que me rompía las pelotas.
Al salir afuera para emprender mi camino y pisar la agrietada y sucia vereda de la calle Reconquista, que repleta de colillas de cigarrillos se encontraba(algunos sin terminar), noté algo sumamente extraño sobre el cielo, desde mis veinte años de vida en los que madrugué, nunca había contemplado una bóveda tan grisácea, tanto lo era que oscurecía el camino y las relucientes Ferraris de últimas generaciones que pasaban por la transitada Avenida Corrientes, se parecían bastante a los viejos y oxidados Fiats Duna del año de la escarapela que por los tierrosos barrios de mi pequeño pueblo natal cargaban a los sucios pelafustanes y a las gordas chusmetas del arrabal.
En eso, una extraña vieja sesentona pasó mirándome por delante mío. Vestía de un harapiento saco de lana amarillo, harapiento pero de altísimo valor puesto a que portaba la imagen de esos cardos o cactus que aparecen en la televisión y fotos, en fin, una cosa por el estilo. Tenía unas alpargatas negras que gastadas ya estaban de caminar largas y largas cuadras por la nueve de julio, y portaba también una gorda cartera de cuero marrón arrugado con enchapados de oro, que sabe quién cuántos billetes de cien llevaría ahí dentro.
Para ser realistas la cara de la vieja se me hacía bastante familiar, y claro, como para no serlo si todos los días la cruzaba por el mismo trecho, cuando volvía del trabajo, cuando iba a la facultad, cuando retornaba de dicho lugar. Siempre la veía y me tenía las bolas hasta por el piso con la misma frase.
-Este nuevo hombre nos va a sacar de las ruinas, la pobreza va a disminuir hasta desaparecer, y la comida, ¡la comida abundará como las moscas en el verano!-asentía siempre la vieja mientras sus aros de oro brillaban por aquel oscuro trecho.
Y siempre lo mismo con la misma frase, y solo a mí. Cien mil personas pasaban por ambos lados de la vereda, sin embargo, cuando se aproximaba a una cuadra,cuando observaba su figura a tan solo una cuadra, la extraña señora se cruzaba de vereda con una risa de oreja a oreja, justo para interceptarme y así repetirme una y otra vez lo mismo. Tras de eso yo no sabía ni a qué hombre se refería. Estaría loca o algo así.
Continué mi camino porque vi que el reloj de mi muñeca marcaba las 7:30, y marché con la mochila cargada de libros y hojas sobre mi espalda, balanceándome hacia atrás a raíz de semejante peso. Atravesé la solitaria calle Sarmiento. Raro era observarla tan vacía puesto a que siempre no cabía ni un alfiler sobre su vereda, aunque lo cierto es que llegué a Plaza de Mayo.
Cansado me senté sobre una de las viejas fuentes de agua que en sus costados las palomas comían con desespero, como si alguien las corriera. Y lo cierto es que cuando llegué , observé una inconmensurable congregación de personas. Estaba lleno, las calles convulsionadas, los alrededores explotaban debido a la cantidad de personas que yacían sobre el caliente cemento asfáltico. Otros debajo de las galerías de la Catedral, o del blanco Cabildo, rodeando también la Casa Rosada.
Pero lo que más me impactó, fue que al observar el viejo e histórico mástil principal de mi país que en el punto central de la Plaza de Mayo yacía, contemplé sobre la límpida bandera celeste y blanca que flameaba y que brillaba con su enorme sol en aquel oscuro día, unas estrellas blancas que la entrelazaban con sus colores rojos y blancos de una manera hedionda y repulsiva. Una bandera que al observar con cautela a mis alrededores, se ubicaba por todos los sectores patrios de la plaza más importante de mi pueblo. Sobre las paredes, el cabildo, e incluso la altura en la que se había izado aquella bandera, era sumamente superior a la mía.
Eso me dio repulsión, ver aquella bandera flameando al lado de la mía, enjaezando los patios históricos de mi tierra, patios que en tiempos remotos como en el 55 habían recibido el castigo de las metrallas de unas desgraciadas aviones impulsadas por unos hijos de putas con mentalidad del país norteamericano, esa bandera que destruyó nuestras vidas, y que desparramó por los alrededores las argamasas de la Casa Rosada, poseía una líneas rojas, rojo como la espesa sangre de mis hermanos, de los obreros y personas inocentes que se habían convertido en cadáveres pútridos apilados por las calles de la ciudad, que escurrían su sangre lentamente por los cordones de los andenes hasta filtrarse por los ojos de aguas, lléndose al vacío como los sueños y derechos de aquellas pobres personas de diversas edades,que querían recuperar lo que les habían arrebatado, la libertad de expresión, la voz, el trabajo,y lo que es peor, la vida.
Algunas personas desmembradas, destrozadas, arrastrándose en agonía, otros carbonizados por completo, vagando como animas en penas en búsqueda de sus brazos, como en el 1982.
Aquella bandera de porquería que también abrazó actos con suma algarabía, los actos sanguinarios y terroristas como los de las Fuerzas Armadas del 1976, que dejaron sin trabajos a mis viejos, que descalzo me dejaron con tan solo cinco años, y que lo único que me dieron fue hambre y frío.
Fue justo allí, que al mirar hacia la casa rosada, cuando un extraño señor cogía el dorado bastón presidencial y sobre su pecho colocaba en diagonal la bandera con el sol y los colores de mi nación. Aquel hombre de mirada seria, que vestía de un lujoso traje negro, comenzaba a hablar ante la multitud; decía que tras su mandato habría "pobreza cero". Pero de lo que no se percataba, era que su traje de alto valor económico podría alimentar a aquellos niños que descalzos y con el estomago vacío, vagan por las tierrosas calles de los viejos arrabales buscando un poco de comida y algunos libros, porque en sus casas, el inconmensurable sacrificio que sus padres sufren por el trabajo,no alcanza para todos. Ese traje también pudiese servir para crear un centro de rehabilitación que ayudase a las personas subsumidas por el terror de la droga y el alcohol, o para personas enfermas con letales enfermedades. Si de un ser humano con gran corazón se tratase, estaría vendiendo sus cosas para alimentar a los pequeños destrozados de hambre y sin educación.Pero la hipocresía de aquel hombre, era inconmensurable.
Esas fueron las palabras con las que arremetí sobre el dialogo de la maldita vieja chota que cruzaba todos los días por calle Reconquista. Y hasta el día de hoy, nunca más me rompió las bolas, tanto que en vez de cruzar hacia mi vereda, todos los días dobla en la otra cuadra, y desde lo lejos agacha la mirada.
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