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jueves, 18 de febrero de 2016

El gato de Tom

Asesinar cruelmente a los  animales    era algo muy placentero y cotidiano para el pequeño Tom, un adinerado niño de siete años, malcriado, y a quien los padres le cumplían todos sus  desdichados caprichos.  Pero volviendo al tema de los animales, haciendo referencia al sufrimiento que recibían estos,  era    la máxima diversión y lo que más   le hacía feliz. Todas las noches, antes de dormirse, acostado  boca arriba y con   mefistofélica catadura,  se  la   pasaba ante la oscuridad pensando a qué animal haría sufrir al día siguiente.
La sonrisa de Tom se estiraba de oreja a oreja  cada vez que la humedad se disipaba por el ambiente y   la lluvia comenzaba a caer lentamente, puesto a que dichos factores climáticos generaban la presencia de los sapos.  Aquel clima generaba las reuniones de los gordos  anfibios que  rondaban por el verde patio realizando sus ciclos de vida(comer insectos, reproducirse, etc...).En  esos momentos, el niño cogía del cajón del aparador  uno de los filosos cuchillos que su madre utilizaba para cortar la carne y por la puerta de atrás salía para comenzar con su felicidad.   Cada vez que él caminaba con   diabólica  mirada cerca de los sapos, estos se alejaban. Parecía que los seres apercibían una nueva  masacre, como aquella que el desgraciado había realizado por el patio en tiempos de antaño. Empero no podían correr demasiado,   al fin y al cabo, el ñiño era más rápido que ellos, y uno terminaba muy mal.
Tom  lo tomaba   de las patas, y  lentamente le cortaba estas dos  traseras, haciéndolo arrastrar   con vida por la vereda de ladrillos. Ese anfibio se arrastraba en agonía, una agonía cargada de dolor que producía una aterradora risa en  el rostro diabólico del niño, quien ponía en cuestionamiento si   realmente era un humano,  o de  un diablo se tratase. A otro de los sapos, con la punta del cuchillo le arrancó los ojos como cuando alguien destapa una botella . También lo dejaba con vida, y luego,  en una hornalla de cocina encendida lo quemaba a fuego mínimo. Su madre al verlo, ni un regaño le hacía, solo lo dejaba pasar.
Pero no solo los anfibios eran sus victimas preferidas, sino que había algo que más que le causaba excitación hacer desangrar lentamente... los perros.
Su vecino Max había recibido el regalo de cumpleaños,  un pequeño canino  de  raza mestiza,de cuatro meses llamado Scott. Era muy lindo, extremadamente peludo y de color anaranjado, parecía un peluche. Por la ventana el malévolo niño lo observaba todos los días, con un charco de sangre reflejado en sus oscuras pupilas, y    un día tuvo la oportunidad de encontrarlo cerca. La familia junto con Max habían viajado unos días a pasar las vacaciones, y el perro, quien encadenado había quedado se soltó. Anduvo rondando  varias horas por todo el barrio, jugando con otros perros, hasta que por desgracia cayó en la casa de Tom.
Inocente el pobre canino se acercó a jugar con el niño, quien lo alzó y llevó al patio trasero. Cerró las pequeñas puertas para que no lograra escapar, y por un buen tiempo allí lo tuvo. En un trozo de carne, el niño incrustó varios clavos oxidados, de esos pequeños, y se los sirvió al perro en una bandeja. El animal comió, incluyendo a los clavos, quienes envuelto en la jugosa carne estaban. El perro comenzó a gritar de dolor, gritó toda la mañana, gritó toda la noche mientras el niño cerraba los ojos. Escuchaba ese grito de sufrimiento y sonreía con los ojos cerrado. Hasta que al día siguiente,  el perro de Max amaneció muerto sobre un charco de sangre, sangre que fluyó a través de la bocanada que lanzó  tratando de despedir los clavos.
Tom cavó un poso  profundo para no dejar cabos en el vecindario, tomó al animal sin vida y  lo arrojó con vehemencia hasta el oscuro fondo. Lo tapó,    escupió sobre su tumba, y giró para marcharse. Empero al darse vuelta para continuar su camino, alguien lo detuvo, alguien que obstaculizaba  su marcha al mismo momento que lo observaba con una dulce y cautivadora mirada, un pequeño gatito de color blanco.
La mirada de aquel felino parecía que alguna vez había visto aquella oscura y maldita figura del niño. El gato, lo miraba y se sentía a gusto estar, por primera vez, con un extraño al cual parecía conocerlo desde hace tiempos.
Lo miraba, y solo, le pedía comida. El pequeño lo esquivaba con  rostro de canguelo(ya que si había algo que le producía inconmensurable repulsión era  la presencia de los gatos) y se dirigía hacia la puerta trasera de la casa para entrar, pero el gato no se despegaba de él, y a pequeños saltos, con extraordinaria felicidad lo perseguía por detrás.
 Sin embargo, cuando el animal estaba por meterse entre la rendija de la puerta y el marco, el pequeño le cerró  con contundencia, y el felino quedó allí,  sentado sobre la vereda de ladrillos, mirando fijamente   a Tom, a través de las ventanillas de la puerta, con sus enormes y amarillentos ojos, anhelando devastadoramente ingresar al hogar.
Tom se dirigió por la puerta hacia el living, y el gato saltó para con sus filosas garras hincarse sobre los bordes de goma de las ventanas de la puerta.
-Gato idiota, vete a casar pájaros, ni creas que te alimentaré- dijo Tom hasta alejarse por completo de la puerta.
Había algo en Tom que al gato le atraía, y más allá de una simple fobia, este último  poseía algo que detenía los sanguinarios y crueles actos  que dicho niño realizaba sobre los seres.
A instantes(mismo momento en el que el muchachito  ubicado en su pieza descuartizaba con vida a un pequeño pájaro)la puerta de adelante comenzaba a sonar, como si alguien intentara abrirla con brutalidad. Tom salió, y al abrir la puerta con desespero, el gato se filtró con la misma velocidad que la luz del sol lo hace cuando alguien   corre unas  cortinas. El animal  se acostó sobre uno de los almohadones del sillón de algarrobo que en el living se ubicaba, y se ronroneando giró, se afiló las uñas y se acostó. Y allí quedó. Empero Tom había perdido la paciencia, y con   tamaña euforia que hacía saltar sus venosos ojos hacia afuera,tomó una bolsa para deshacerse del pequeño minino. Lo cogió de la oreja y lo levantó en el aire con brutalidad, lo arrojó a su interior y se lo llevó hacia el patio trasero arrastrándolo sobre el suelo. Es así que cavó un enorme y profundo pozo y   con vida lo  sepultó completamente.
Pasaron tres días cuando el sádico pelafustán quedó  jugando a la playstation en su habitación y sus padres se fueron de vacaciones por unos días.
La casa vacía quedó, solo él y todos sus animales muertos sobre la mesita de luz que resguardaba en viejos y tierrosos frascos de vidrios, miembros de animales flotando  en una putrefacta y espesa agua de color verde pasto.
Cuando con un alfiler, clavaba sobre los ojos de un pequeño caracol,   este intentaba esconder su baboso y pegajoso rostro en   el  caparazón. El  niño, con una diabólica risa, refregaba la lengua sobre sus labios y se sentía feliz. Su alma medraba al caminar sobre la calle oscura del terror del caracol, y la de éste, que era enorme, aún más enorme que la del execrable  individuo humano, y más que cualquier ser humano, se perdió en el sombrío camino, comenzó a correr, mientras lo hacía empequeñecía, pero al final desapareció. Había caído , cayó a un extraño poso oscuro dentro de la oscuridad, cayó sobre los vehementes y sanguinarios puños del niño que golpearon sobre él al no poder hacer la incisión ante uno de sus ojos. Golpearon y lo aplastaron.
La puerta de adelante sonó brutalmente, como si algún individuo la golpeara a patadas. Eran asiduos esos golpes, imponentes como lo era el niño con los pobres animales. Cinco golpes se produjeron, uno más fuerte que el otro, hasta que el último, hizo estallarla contra la pared y hacerla volar por los aires.
Tom,  quedó asustado, y bajo la cama se escondió. Sus  malditos actos  se transformaron en un par de carne  insignificante envuelta en una vetusta frezada que   debajo de la cama temblaba.
Débiles pasos  comenzaron a sentirse por el pasillo mientras el niño se tapaba con cobardía, y una aguda y extraña risa se produjo. Los pasos empezaron a sentirse con mayor intensidad mientras él observaba e intentaba ver de que se trataba. Quizás fue en vano, puesto a que los pasos daban a centímetros de su oreja, y pese a observar desde el interior de las cobijas, nada había, solo las risas y los pasos, pero nada material.
Las luces se apagaron, la puerta se cerró lentamente  y el grito de Tom  retumbó todo el barrio. Aunque nadie lo escuchó, el barrio estuvo vacío aquel día. Pero, debo disculparme con usted señor lector, ya que quien si lo hizo fue Max, el dueño del perrito, que llegaba pronunciando el nombre del canino que nunca llegó.


Los días pasaron y los padres de Tom volvieron , pero  nunca imaginaron encontrarse con la peor y más trágica noticia. Al ingresar a la casa, yacía el cadaver de su hijo Tom, boca abajo sobre el suelo en un espeso charco de sangre, con sus piernas desmembradas, y los ojos extirpados. Con largos clavos hincados profundamente por todo su cráneo y brazos, y con su espalda totalmente destrozada, como si con la punta de un cuchillo alguien intentó escarbarle hasta arrancar sus vertebras.
 Su padre se desplomó de terror, y su madre entre llantos de cólera se reportó a la policía. Fue allí, que sobre el sillón, sobre el viejo sillón del living, la figura del gato emergió. Era el mismo gato que Tom había enterrado, pero esta vez estaba pálido,  y extremadamente delgado. Con su oscura mirada se acercó al cadáver del pequeño, y al hacerlo comenzó a beber su sangre. El gato se subió sobre el cadáver y allí quedó, sentado mirándolo, observándolo con sus  fríos, dilatados  y venosos ojos hasta siempre.

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